La calle principal de aquel pueblo parecía un escenario post-apocalíptico. Las aceras por las cuales años antes se amontonaba la gente estaban desiertas. Los cristales de los vacíos escaparates estaban cubiertos de polvo, por lo que apenas se podía distinguir el interior. Tras recorrer la calle casi por completo, se paró delante de un pequeño edificio. Era la oficina de correos. Le resultó casi irreconocible. Antaño, la actividad en aquel lugar era constante. A todas horas llegaban y se mandaban sacas de correo, por lo que los carteros no daban a basto para repartir todos los mensajes. Ensimismado en aquellos recuerdos, se acercó al buzón que había al lado de la entrada.
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Miró la carta una última vez antes de hacerla desaparecer en la profundidad del buzón. Se aseguró de que no había error en la dirección y la echó. Siguió andando por la calle, hasta cruzarse con otra gran avenida, que estaba en obras. Las obras estaban abandonadas, por lo que la avenida nunca había llegado a ser inaugurada. La decadencia de aquel pueblo se había debido a la ambición. Años antes, durante el auge de aquel lugar, hubo una oferta. Una gran inversión, y el pueblo podría desarrollarse en ciudad. Era un riesgo, pero también una oportunidad única. "Será maravilloso". Firmó aquel papel sin pensar mucho.
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La avenida nunca llegó a completarse. El pueblo quedó abandonado. La gente vivía en ciudades, lejanas y distantes. Continuó andando hasta detenerse en frente de una casa en ruinas. En su momento, aquella fue la casa más bonita del lugar. El patio, la puertas, las ventanas... cada esquina de aquel sitio le traía recuerdos llenos de alegría. Era la nostalgia de una época muy feliz, en la que cada día, cada hora y cada minuto estaban marcados por la ilusión. Hacía todo lo posible por mantener aquella casa y así evitar su mayor miedo: perder lo que más quería.
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